El instrumento encargado de regular el acceso al primer puesto jerárquico de la Iglesia católica ha sido objeto de continuas revisiones y mejoras a lo largo de los siglos
Pocas instituciones jurídicas existen tan puntuales como el
cónclave y que acaparen, al mismo tiempo, el interés de la opinión
pública de un modo tan generalizado. Prueba de ello son los más de 5.000
periodistas acreditados ante el Vaticano para cubrir la asamblea del
colegio cardenalicio de la que saldrá elegido el sucesor de Benedicto
XVI.
El cónclave es un mecanismo electivo peculiar, que persigue
distintos objetivos. Por una parte procura que la elección del romano
pontífice se realice con cierta celeridad, para evitar los perjuicios
lógicos de una sede vacante durante demasiado tiempo. Para ello se
organiza la reunión de los electores en un mismo lugar y bajo un régimen
en cierto modo ascético. No menos importante es garantizar, frente al
exterior, el secreto del proceso electoral. Esta circunstancia protege
en cierta medida la libertad de los electores que, de este modo, pueden
votar en conciencia, libres de intromisiones de agentes políticos o
mediáticos.
El funcionamiento del cónclave, tal como lo conocemos hoy
en día, es el resultado de un largo proceso. No es de extrañar que el
instrumento encargado de regular el acceso al primer puesto jerárquico
de la Iglesia católica haya sido objeto de continuas revisiones y
mejoras a lo largo de los siglos. Ofrecemos a continuación una breve
síntesis de los principales jalones en la evolución de esta institución.
Durante el primer milenio cristiano el papa era elegido
mediante el difuso y tradicional procedimiento de la elección hecha por
el clero y el pueblo de Roma. Este sistema sufrió las injerencias del
poder imperial (tanto de occidente como de Bizancio) y de la
aristocracia romana con distintas intensidades según las épocas.
La figura del cónclave empieza por vez primera a
vislumbrarse cuando en 1059 Nicolás II reserva la elección pontificia a
los cardenales. Aunque la medida no triunfa de inmediato, pone las bases
fundamentales del desarrollo posterior de la maquinaria de elección del
pontífice. Con el comienzo del segundo milenio, pocos serán los papas
que no legislen sobre este extremo.
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