miércoles, 13 de marzo de 2013

El cónclave: una institución cargada de historia

El instrumento encargado de regular el acceso al primer puesto jerárquico de la Iglesia católica ha sido objeto de continuas revisiones y mejoras a lo largo de los siglos

 

Pocas instituciones jurídicas existen tan puntuales como el cónclave y que acaparen, al mismo tiempo, el interés de la opinión pública de un modo tan generalizado. Prueba de ello son los más de 5.000 periodistas acreditados ante el Vaticano para cubrir la asamblea del colegio cardenalicio de la que saldrá elegido el sucesor de Benedicto XVI.
El cónclave es un mecanismo electivo peculiar, que persigue distintos objetivos. Por una parte procura que la elección del romano pontífice se realice con cierta celeridad, para evitar los perjuicios lógicos de una sede vacante durante demasiado tiempo. Para ello se organiza la reunión de los electores en un mismo lugar y bajo un régimen en cierto modo ascético. No menos importante es garantizar, frente al exterior, el secreto del proceso electoral. Esta circunstancia protege en cierta medida la libertad de los electores que, de este modo, pueden votar en conciencia, libres de intromisiones de agentes políticos o mediáticos.
El funcionamiento del cónclave, tal como lo conocemos hoy en día, es el resultado de un largo proceso. No es de extrañar que el instrumento encargado de regular el acceso al primer puesto jerárquico de la Iglesia católica haya sido objeto de continuas revisiones y mejoras a lo largo de los siglos. Ofrecemos a continuación una breve síntesis de los principales jalones en la evolución de esta institución.
Durante el primer milenio cristiano el papa era elegido mediante el difuso y tradicional procedimiento de la elección hecha por el clero y el pueblo de Roma. Este sistema sufrió las injerencias del poder imperial (tanto de occidente como de Bizancio) y de la aristocracia romana con distintas intensidades según las épocas.
La figura del cónclave empieza por vez primera a vislumbrarse cuando en 1059 Nicolás II reserva la elección pontificia a los cardenales. Aunque la medida no triunfa de inmediato, pone las bases fundamentales del desarrollo posterior de la maquinaria de elección del pontífice. Con el comienzo del segundo milenio, pocos serán los papas que no legislen sobre este extremo.

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